El autobús avanza por un paseo tristemente iluminado, las farolas arrojan una luz amarillenta que deslumbra en su núcleo y apenas llega a dibujar un círculo en la acera, los edificios han adoptado un tono gris monocorde, el del maquillaje del humo de los coches y, desde mi asiento en el viejo autobús, veo huir a la luna llena entre los ventanales de los oscuros bloques de cemento, fragmentada y ondulada, como si olas silenciosas hubiesen conquistado las paredes de la avenida.
El contraste del exterior con la potente y aséptica luz del autocar crea la extraña sensación de viajar dentro de una nevera, en un escaparate volante. Cierro los ojos y dos estelas amarillas fosforescentes me persiguen en la oscuridad de mis párpados.
Un rugiente vacío anega mi ánimo, me dejo llevar por la renqueante marcha del autobús, el mismo recorrido, el mismo silencio ahogado de almas solitarias deseando tocarse…
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